La ley rompe el complicado equilibrio que se alcanzó en el artículo 27 de nuestra norma fundamental, y resulta dramático que el Tribunal Constitucional no lo aprecie.
Fuente: ABC.es Autor: Carlos Vidal Prado
¿Y ahora quién defiende la Constitución?
Llama la atención en la reciente sentencia sobre la ‘ley Celaá’ lo poco que se escucha al Tribunal Constitucional. La extensión del texto se debe a una retahíla de transcripciones literales de los preceptos recurridos, fragmentos de las sentencias anteriores del Alto Tribunal, innumerables referencias a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Huma nos (muy bueno si se hace con sentido, no si se utiliza para sacer conclusiones erróneas), e incluso profusas citas de organismos de la ONU que ahora, parece ser, se convierten en canon de constitucionalidad.
Pero lo mas grave de todo es que el Tribunal no dialoga consigo mismo, con su propia y asentada jurisprudencia, que modifica sin justificarlo, como
ya hizo en la sentencia sobre la ‘ley de eutanasia’ y parece que hará en la de la ‘ley del aborto’. Esto supone una falta de respeto a si mismo como institución, un deslizamiento hacia su conversión en tercera cámara, su incursión plena en la arena política y su pérdida de legitimidad como órgano constitucional por encima de las batallas partidistas.
Me centraré en los cambios que afectan al pluralismo educativo, aunque también podría hablarse de la enseñanza de la religión.
Insiste la sentencia en que la Constitución no establece un modelo educativo cerrado, sino principios informadores del sistema educativo que el legislador debe respetar. Pero uno de esos principios es el pluralismo educativo, derivado del artículo 27, que representa uno de los ejemplos mas claros del consenso. En él se dispone un delicado equilibrio entre dos dimensiones del derecho a la educación: la prestacional (el derecho a que el Estado garantice la prestación educativa) y la de libertad (no solo la de crear centros, sino la de que puedan ser elegidos por todos los ciudadanos, con independencia de su nivel de renta).
La libertad se refleja en distintos apartados, entre ellos el 27.9: los poderes públicos «ayudarán» a los centros docentes que reúnan los requisitos legales. Pues bien, si entre esos requisitos está el de que en su metodología docente escojan necesariamente la coeducación, se vacía de contenido ese precepto, solamente porque a una determinada mayoría política no le gusta un rasgo metodológico (la educación diferenciada) compatible con la Constitución, como tiene dicho el Tribunal en varias sentencias. Al vetar la financiación de cierto tipo de centros, se impide a familias sin suficientes medios económicos que puedan elegirlos.
Una cosa es promover la coeducación y otra prohibir la financiación pública por tener una metodología diferente. Además, se imposibilita el pluralismo de legitimas políticas educativas que podrían desarrollar las diferentes administraciones autonómicas, a las que se impone una posición ideológica única.
Se limita también el pluralismo al hablar solamente de plazas públicas y no de concertadas. La sentencia incurre en la falacia de decir que el hecho de que solamente se hable de las públicas no quiere decir que se excluya la ayuda a las plazas privadas. Pero lo cierto es que la ley transforma el derecho a una plaza educativa en un derecho a un puesto en una escuela pública estatal.
Si la programación de nuevas plazas se realiza sin tener en cuenta (también) las previamente existentes en centros concertados, se está vulnerando lo dispuesto en la Constitución, ignorando la necesidad de una red de centros mixta para posibilitar, en la medida de lo posible, el ejercicio de la libertad de elección de centro por parte de los padres.
En definitiva, la ley rompe el complicado equilibrio que se alcanzó en el articulo 27 de nuestra norma fundamental, y resulta dramático que el Tribunal Constitucional no lo aprecie y no garantice la libertad de enseñanza y el pluralismo educativo en nuestro país.
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