Tu emergencia no es como la mía

(Ref elsonar.aceprensa.com)

Una regla básica de muchos juicios políticos es que lo importante no es qué se hace sino quién lo hace. Una misma acción puede ser motivo para descalificar a un político o para elogiar a otros. Así, cuando empezó la crisis del coronavirus, muchos gobiernos europeos declararon estados de emergencia –con una u otra fórmula–, que autorizaban al ejecutivo a asumir poderes extraordinarios y legislar por decreto.

También lo hizo Viktor Orbán en Hungría. Pero como Orbán es el prototipo del político conservador nacionalista de Centroeuropa, hijo descarriado de Bruselas y bestia negra de buena parte de la prensa, su asunción de poderes extraordinarios no se enjuició como la de otros gobiernos. Al contrario, se aseguró que por fin Orbán mostraba a las claras sus intenciones, que no eran otras que utilizar la crisis para instaurar una dictadura. Si otras veces se le acusó de no respetar la división de poderes, ahora ya teníamos la prueba de que simplemente quería suprimirlos.

Sin embargo, el pasado 26 de mayo el gobierno húngaro ha presentado un proyecto de ley que pondrá fin a los poderes especiales atribuidos a Orbán. Si Orbán pretende convertirse en dictador, parece que lo ha dejado para otra ocasión. El gobierno húngaro estima que el estado de excepción podrá ser abrogado el 20 de junio. Así que a lo mejor se acaba antes que en España, donde Pedro Sánchez ha logrado ampliarlo hasta el 21 de junio. Da la impresión de que Sánchez se ha “Orbanizado” y se encuentra a gusto gobernando por decreto y sin compartir sus plenos poderes. También en Francia Macron sigue con sus medidas extraordinarias hasta el 24 de julio, y en Italia Conte mantiene el estado de emergencia hasta el 31 de julio. Pero nadie les ha colocado el sambenito de dictadores.

Será por la gestión de Orbán o por mera suerte, pero el coronavirus se ha mostrado muy poco virulento en Hungría, con solo 505 fallecidos a 27 de mayo, un balance mitigado como en otros países de Centroeuropa. Pero tampoco los muertos valen lo mismo en todos los países.

Por ejemplo, no es lo mismo morirse por coronavirus en EE.UU. que en España. Cuando en la América de Trump los fallecidos superaron el listón de 100.000 en números absolutos, El País titulaba: “Así ha fracasado el país más poderoso del mundo”. Yo no creo que la gestión de Trump haya sido buena ni que sea muy eficiente el sistema sanitario de EE.UU. para atender al conjunto de la población. Pero, puestos a comparar con otros países, hay que tener en cuenta el número de habitantes. Y resulta que la tasa de muertos por coronavirus por 100.000 habitantes ha sido de 32,3 en EE.UU., mientras que en España se ha elevado a 58. De modo que si en EE.UU. la gestión ha sido un fracaso, ¿en España tendríamos que hablar de catástrofe?

Tanto en España como en casi todos los países ha sido general la queja de que el sistema sanitario no estaba preparado para afrontar la pandemia. Tampoco es tan extraño, ya que los recursos sanitarios se prevén en función de las necesidades normales de la población, no de las pandemias inesperadas. Pero en muchos casos se ha echado la culpa de las carencias a la “austeridad” que habría desarbolado al sistema sanitario. Con suficiente financiación y dada la competencia de los profesionales, la respuesta a la crisis habría sido muy distinta.

Sin embargo, algunos de los países que han tenido más éxito en la respuesta a la Covid-19 no figuran entre los que más gastan en sanidad. Los “tigres asiáticos”, donde la letalidad ha sido mínima, tienen niveles relativamente bajos de gasto en sanidad en relación al PIB: Taiwán (6,1%), Corea del Sur (8,1%), Singapur (4,5%). Más gastan en sanidad el Reino Unido (9,8%) y España (8,9%), y sin embargo están entre los que han tenido más fallecidos en relación con su volumen de población, mientras que Polonia (6,3%) y Hungría (6,6%) están entre los que menos. La tasa de muertos por 100.000 habitantes ha sido casi el doble en Bélgica (82) que en Francia (44), y en ambos países el gasto sanitario es del mismo orden (11,2% del PIB).

Como caso extremo, tenemos el de EE.UU., que dedica a sanidad más que nadie en el mundo (16,9% del PIB), y sin embargo tiene un nivel de atención sanitaria para la población en general que deja mucho que desear.

Tanto en sanidad como en educación, gastar más no implica necesariamente ofrecer mejor servicio. Incluso a veces gastar menos puede ser un signo de mayor eficiencia, como ocurre en las compras de fármacos y material sanitario. La financiación suficiente siempre ayuda. Pero luego hay que saber gastar el dinero.

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